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Fernando Aleu (Barcelona, 1929) inició su trayectoria profesional como neurólogo en Estados Unidos, pero no tardó en dar un giro hacia el negocio de los perfumes.
Hombre de mundo y aficionado a los grandes cambios, a sus casi noventa años estrena faceta de escritor con la novela El intercambio, una historia basada en un momento histórico del que él mismo fue testigo: el intercambio de prisioneros entre los ejércitos aliado y nazi en el puerto de la ciudad coPastndal, en 1943. En esta apasionante aventura también hay unas páginas en las que Barraquer tiene un importante papel.
—¿Por qué dejó la medicina por la perfumería?
Yo era profesor asociado de neurología en la New York University pero siempre he tenido un problema: me gusta conocer experiencias nuevas. Todo comenzó cuando escribí a una casa de perfumes de aquí porque en Estados Unidos no encontraba la fragancia que yo usaba, Agua de Lavanda Puig, y así fue como conocí al empresario Mariano Puig.
Él quería expandir su negocio a América y nos entendimos tan bien que decidí aprovechar el año sabático de la universidad (teníamos uno cada siete años) para ayudarlo. Al volver a la facultad me reuní con el decano para abandonar mi trabajo como docente y dedicarme a los perfumes. Recuerdo muy bien sus palabras: “Tengo un buen amigo mío que es psiquiatra y que se encarga de casos como el tuyo” [explica entre risas]. Pero el cambio me gustó.
—Tanto le gustan los cambios que ahora estrena su faceta de escritor. ¿Cómo decidió escribir una novela?
Bueno, me estrellé contra un árbol esquiando y tuve que cambiar a un estilo de vida más tranquilo. Un día vino a visitarme mi nieta, estuvimos charlando y me preguntó cuál era la experiencia que más me había impresionado.
Sin duda fue el intercambio de 4.000 prisioneros que pude ver en el puerto de Barcelona en 1943. Aquello me impactó muchísimo porque vivíamos en una ciudad muy triste y esos días se llenó de gente distinta, de coches con banderas exóticas y de mujeres guapas en un ambiente de glamur inesperado.
Al terminar de contarle la historia, mi nieta me dijo: “Eso parece una novela, ¿por qué no la escribes?”. Y lo que empezó como una terapia, después de tres años y medio escribiendo, se ha convertido en mi primer libro.
—¿Cómo ha sido el proceso de creación de ‘El intercambio’?
¡Muy divertido! Empecé a buscar y vi que el puerto de Barcelona era el único de Europa que durante la Segunda Guerra Mundial tenía tráfico regular de barcos a Buenos Aires y comencé a imaginar que alguien se escapaba y que pasaban muchas otras cosas.
Lo que sucede es que, cuando montas un tinglado, súbitamente adquiere su propia realidad y, sin querer, los personajes inventados van cobrando vida y adquieren identidad propia, es un proceso casi biológico. Pero si un personaje no te gusta, ¡lo matas y se acabó el rollo! [confiesa Aleu a carcajadas].
“Además de convertirse en una fuente de orgullo para los barceloneses por su arquitectura, Barraquer creó un polo de atracción internacional por el éxito y repercusión de su labor médica”
—¿Qué universo ha creado a raíz de ese recuerdo?
El resultado es una trama absolutamente implausible de gente extraña unida precisamente por un intercambio de prisioneros en Barcelona. Hay una espía alemana y un médico neoyorquino que ayudan a Max, un trapecista judío huido de los nazis, a esconderse en la ciudad.
Como Max tiene problemas en los ojos, deciden ir a la Clínica Barraquer para que se ocupen de su vista, que ya es mucho, e intentar mantenerlo allí hasta que se regularice su situación. Así es como el personaje termina viviendo en este centro, aunque en el libro suceden más cosas que no puedo desvelar.
—¿Cómo era el Centro de Oftalmología Barraquer en los años cuarenta?
Recuerdo que cuando se inauguró, en 1941, no había en la ciudad un edificio igual y fue la sensación del momento. En aquella época, al cruzar la avenida Diagonal no había prácticamente edificios y ver a un extranjero ya era excepcional.
En cambio, a la clínica venía gente de París, de Ámsterdam y de Praga a tratarse la vista. El doctor Ignacio Barraquer, que era un hombre muy querido y respetado, tenía a pacientes tan célebres como la emperatriz francesa Eugenia de Montijo. Además de convertirse en una fuente de orgullo para los barceloneses por su arquitectura, la Clínica Barraquer creó un polo de atracción internacional por el éxito y repercusión de su labor médica.
—¿Tuvo la oportunidad de conocer al Profesor Ignacio Barraquer?
Desgraciadamente, no le conocí personalmente. El retrato de Ignacio Barraquer está creado a partir de lo que me contaron. A quien sí conocí fue a su hijo, el doctor Joaquín Barraquer. Aunque ambos estudiamos en la facultad de Medicina de Barcelona, no supe de él hasta que fui a hacer mi especialización a la Universidad de Iowa, en Estados Unidos.
Escuché a un profesor hablando de un oftalmólogo español que empleaba una técnica revolucionaria a partir de fermento de vacas para tratar las cataratas. Ese médico, que era Joaquín Barraquer, despertó un gran interés en mí porque pensé que al venir de la misma facultad también me estaba aportando un gran prestigio. Barraquer siempre ha sido una gran institución.
—Y a su hija, la doctora Elena Barraquer, también la ha conocido.
Sí, nos conocimos hace casi 20 años y mantenemos una gran amistad.
—¿Cómo reaccionó ella cuando pudo leer el retrato de su abuelo que usted ha hecho en la novela?
Yo le enseñé la obra porque quería saber qué le parecía y me dijo: “Dices la verdad, porque si mi abuelo hubiera podido ofrecer refugio a alguien como Max, lo hubiera hecho sin pensar”.